Antes de iniciar la carrera, el plusmarquista abandonó por un súbito desvanecimiento letal. También corría el coreano, número dos del mundo, por lo que yo ahora podría conseguir el segundo puesto.
A mitad de competición, y bajo el artificial clamor voceado por megafonía, pude afianzarme tras el favorito de esta prueba de mil quinientos metros, pero de pronto, el coreano cayó sobre el tartán; salté sobre él, quedando yo líder, a escasos metros del oro.
Como duelo por la nueva víctima, se ha producido un radical silencio; la megafonía se ha apagado y los boquiabiertos rostros en las gradas permanecen impasibles. En el colosal estadio parisino solo estamos los atletas y unos cuantos jueces con escafandras. El virus pandémico, iniciado hace cinco años, sigue cobrándose víctimas diariamente y ya es la segunda olimpiada sin público, con aplausos y vítores enlatados que, desde luego, no pertenecen a los miles de rostros dibujados en los graderíos ni a los maniquíes disfrazados de policías, periodistas y técnicos de televisión que, como inmóviles esperpentos, decoran el evento.
El aséptico robot que nos impone las medallas me ha entregado una nota, con guadaña por membrete, que dice:
«Serás el próximo para mi colección». Firmado: Coronavirus.
IsidroMoreno